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“En Bernanos, el Dr. Delbende no se puede disociar del sacerdote”

En las obras del escritor francés, el médico y el sacerdote tienen la vocación de acompañar y salvar

En la obra de Georges Bernanos hay muchos médicos. El escritor de la desesperación y de la fe los incluía en todas sus novelas, e incluso juzgó necesario añadir uno en Diálogo de carmelitas. La imagen de Gérard Depardieu en sotana, representando al padre Donissan en Bajo el sol de Satán, de Maurice Pialat, y la de Claude Laydu, hermoso como un niño en Diario de un cura rural de Robert Bresson, no deben llevarnos a pensar que sus novelas, poderosas y concisas, giran siempre alrededor de la figura del sacerdote. Sería reductivo.

Entre 1926 y 1943, desde Bajo el sol de Satán a Monsieur Ouine, publicada en francés en Brasil durante la guerra, Bernanos publicó siete novelas que componen un drama sobrenatural dentro del cual los médicos también tienen un lugar preferente.

Los médicos de Bernanos son como sus sacerdotes. Hay, entre ellos, impostores y cínicos, seres convencidos de que no hay nada que esperar: Gallet, en Bajo el sol de Satán; Malépine, en Monsieur Ouine; Lipotte, en Un mal sueño, novela póstuma publicada en 1950. Sin embargo, más valiosos y más escasos, hay seres con un corazón puro que permanecen fieles a las pasiones de su juventud, a quienes produce alegría la satisfacción de la tarea realizada. No son médicos de ciudad, entusiasmados por todas las novedades terapéuticas, sino médicos rurales, que tienen que enfrentarse al cuerpo y a su sufrimiento. Es así para el Dr. Delbende, en Diario de un cura rural, ese “médico anciano que pasa por ser brutal y que casi no ejerce, porque sus colegas se dan la vuelta de buen grado para burlarse de sus pantalones cortos de terciopelo y sus botas llenas de grasa, que desprenden olor a sebo”.

El escritor sentía aprecio por esa colección de cazadores de becadas y de perdices grises cuando recordaba los caminos “rojizos y olorosos como animales” bajo la lluvia del Boulonnais profundo donde él había transcurrido su infancia. No era casualidad que vistiera ridículamente al Dr. Delbende, uno de los personajes más encantadores de su obra, en el que, es evidente, puso una gran parte de sí mismo. El lema de este médico era el mismo que él había adoptado durante su juventud. “En tercero, durante un retiro, el superior del colegio de Montreuil nos pidió que eligiéramos un lema. ¿Sabéis cuál elegí? «Resistir»”. Al final del libro nos enteramos de que el Dr. Delbende se llama Maxence, el mismo nombre del gran amigo de adolescencia de Bernanos, al que dedicó El gran miedo de los bien pensantes.

Lejos de los compromisos con el mundo en los que está atrapado el psiquiatra La Pérouse en La alegría, Delbende no confunde al hombre del arte y el signo del lugar social que puede usurpar en la sociedad de su tiempo. Delbende es el custodio de la “paciencia del pobre” del que habla el salmo 9, invocado con regularidad por el escritor en toda su obra de combate: en Los grandes cementerios bajo la luna, Los niños humillados, Cartas a los ingleses y El camino de la Croix-des-Âmes. Patientia pauperum non peribit in aeternum: la paciencia del pobre tendrá razón de todo. Para Bernanos, este versículo del gradual ilumina el vínculo entre la vocación del médico y la del sacerdote. Porque su misión es salvar, ante todo, a los que no tienen nada, los pobres y el pueblo, con la responsabilidad inmensa de hacerles “aceptar ser aceptados a pesar del hecho de que se sientan inaceptables”, como escribe el teólogo protestante Paul Tillich en El coraje de ser.

En la Nueva historia de Mouchette, un libro sin sacerdote en el que ronda la sombra del médico, hay un episodio profundo sobre la renuncia y el desaliento de los pobres con los que se encuentran los médicos, bien situados para saber que, por debajo de un cierto nivel de indigencia y abandono, están obligados a ocuparse de estos infelices a pesar de ellos mismos. “Los miserables no sienten mucho interés en las enfermedades crónicas en las que reconocen una miseria añadida, tan fatal como las otras, contra la que los médicos nada pueden hacer”.

Invitación divina

Como la del sacerdote, la vocación del médico está también marcada por la doble realidad de la llamada —la klèsis de la que habla San Pablo en la Primera carta a los Corintios— y de la responsabilidad. Una doble realidad que evoca Bernanos en diciembre de 1940, en el prólogo de Carta a los ingleses: “Lo que hacemos que es grande se hace primero en nosotros, casi sin saberlo, por esa fuerza interior que parece responder a una llamada misteriosa. Este es el sentido, tanto para los pueblos como para los hombres, de la palabra vocación, vocatus, llamada. No depende de nosotros ser llamados, pero depende de nosotros no responder a esta llamada”. No es poco, pero es sencillo y evidente para el escritor, que escenifica la respuesta a esta invitación divina. Al situar a estos personajes en el tiempo de ahora, el instante novelesco que es, para él, el tiempo de la gracia y el tiempo de la libertad, muestra que aquella no elimina el libre albedrío del no creyente.

Desde su primer encuentro con el cura rural, en el segundo cuarto de la novela, el Dr. Delbende le coge afecto al delicado sacerdote y le abre el fondo de su corazón: “Yo, amigo mío, no creo en Dios”. A menudo nos olvidamos de que una de las criaturas más notables de Georges Bernanos —un personaje que es su portavoz cuando dice: “La cuestión social es, ante todo, una cuestión de honor. Es la injusta humillación del pobre lo que hace los miserables”— es agnóstico, tal vez incluso ateo. A los 14 años, Maxence Delbende quería ser misionero. Durante sus estudios de medicina, las bravuconadas de los estudiantes de medicina y la ironía de sus profesores positivistas, más cortante que los bisturíes, acabaron con su fe. Se prometió una carrera brillante, pero era demasiado pobre entonces para acceder a la especialización. Fue así como acabó como simple médico rural en Ambricourt, un pueblo pequeño de la región de Artois, con un castillo, su iglesia parroquial y sus campesinos astutos como zorros.

No es su situación, sino la de los pobres de los que debe ocuparse la que le indigna. Y la pasividad de la Iglesia católica. “Tras veinte siglos de cristianismo, ¡diablos!, no debería ser una vergüenza ser pobre. ¡O bien habéis traicionado a vuestro Cristo! No salgo de ahí. ¡Por Dios! Disponéis de todo lo que se necesita para humillar al rico, para meterlo en vereda. El rico tiene sed de estima, y cuanto más rico es, más sed tiene. Cuando tengáis la valentía de ponerlos en las últimas filas, cerca de la pila de agua bendita, incluso fuera de la iglesia —¿por qué no?—, esto les hará reflexionar”.

Siguiendo el ejemplo de Lutero, cuya sombra pasa por el Diario de un cura rural, y de Lamennais –“ese pequeño bretón lisiado, con su lógica desgarradora, a la vez implacable y tierna” cuyo destino conmueve a Bernanos—, el Dr. Delbende se ha encabritado contra la injusticia. Dando un paso al frente, ha creído posible enfrentarse sólo a la mordedura de la desgracia.

El cura no ha encontrado modo de responder a su requisitoria contra las parroquias ricas. Y cuando volvemos a encontrar al doctor en el fondo de un camino de herradura, con la cabeza hecha pedazos cerca de su fusil, piensa en el suicidio. Delbende no ha tenido la paciencia de aceptar ser aceptado. En la última parte de la novela, la ironía del médico morfinómano que anuncia al joven sacerdote que tiene un cáncer abre una última tumba ante sus ojos. En Bernanos, es la gracia la que salva; la medicina retiene apenas el tiempo que queda.

Por Sébastien Lapaque
Publicado en 
https://www.lefigaro.fr (Fuente)
 07/04/2020
Traducido por Elena Faccia Serrano

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