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El júbilo de dos almas en Las cartas a mi novia de León Bloy: “¡Dios mío! ¡Tengo, pues, por fin la certeza de amar y ser amado verdaderamente!”

León Bloy, “el escritor de lo absoluto”, se convierte en el escritor de lo sublime cuando, de casualidad, se encuentra por las calles de París a Jeanne Molbech. Podemos seguir su encuentro en Cartas a mi novia. El día que Jeanne Molbech (una danesa que, casualmente, estaba pasando una temporada en París) se encontró con León Bloy cuando éste volvía del entierro de un amigo querido, el curso de la vida de ambos cambió para siempre. “Desde que él murió, mi vida no tiene otro sentido” escribe Jeanne en el prólogo de Cartas a mi novia. Sigue Jeanne: “nos vimos por primera vez a la sombra de la Muerte. Se cruzó en mi camino y tuve la impresión de que no era un transeúnte ordinario. Andaba con la cabeza baja, un poco encorvado, como quien lleva un gran peso. Su aire era sombrío”. Jeanne recuerda cómo “nos encontramos de nuevo al día siguiente. Me lo presentaron. “¿Quién es ese hombre?”, pregunté. La respuesta fue fulminante, implacable en su absoluto, forzándome a tomar partido inmediatamente: “un mendigo”, dijo mi amiga. Qué poco sospechaba yo – dice Jeanne- su verdadera posición”. “La sola grandeza -señala Jeanne- que emanaba de él me conquistó, la ignominia con la que se le cubría me atrajo y su gran dulzura me robó el corazón”. Y añade: “entré en su vida en el momento en el que muchos de sus amigos se retiraban de él sin explicación como de un apestado” Y añade: “debo a León Bloy, después de a Dios, la inaudita felicidad de pertenecer a la Iglesia católica romana, de haber vuelto a Casa, es decir, de conocer a María: domus aurea”. Cuando se encontraron por primera vez dice Jeanne que “antes de separarnos me atreví a hacerle esta observación: “señor, ¿cómo es que usted, un hombre superior, es católico?”. “¡Quizá lo soy a causa de eso!”, me respondió. Me callé dándome cuenta de mi ignorancia”. “Me besó la mano y nos separamos. Al día siguiente, recibí la primera carta de León Bloy”. Y esto le dijo Bloy en su primera carta (era 29 de agosto de 1889): “siento la necesidad de expresarle que las dos o tres horas de nuestra charla de ayer me han hecho, en verdad, un bien inmenso”. Así cambia Bloy tras encontrarse con ella: “yo, tan triste de ordinario, tan solo, atormentado por tan crueles angustias y tan desnudo de consuelo, me he despertado esta mañana con el corazón deliciosamente enternecido y desbordante de júbilo infantil pensando en usted”. Unos días después, el 8 de septiembre de 1889, escribía Bloy: “Ahora, querida amiga, ¿cómo podríamos saber lo que Dios quiere hacer de nosotros, puesto que no podemos ni saber lo que somos y quiénes somos?”. “Estamos, pues, forzados a creer que el encuentro querido por Dios de nuestros dos corazones, absolutamente llenos de Él, es un acontecimiento muy considerable cuyas consecuencias pueden ser infinitas”. “Hoy estoy mil veces cierto de haber sido designado para hacerle un inmenso bien y tengo la prueba de que usted ha sido puesta en mi camino para salvarme de un grandísimo peligro que nadie, hasta el presente, había podido alejar”. Dice Bloy a Jeanne: “¿Sabe lo que me ocurrió ayer? Pues bien, no pude trabajar un solo instante”. Y termina: “¡Dios mío! ¡Tengo, pues, por fin la certeza de amar y ser amado verdaderamente! ¡Qué alegría tan inmensa! Estaba ahogado, sofocado, me sentía morir de felicidad”.

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